LA MUJER EN LA
BIBLIA: DE LA OPRESIÓN A LA LIBERACIÓN
P. José Crisanto
Alfonso Medina, CM.
La
mujer en la Biblia es con frecuencia presentada como una oprimida. No sólo
porque la Biblia es la historia de un pueblo repetidamente marginado y
oprimido, sino porque dentro de ese pueblo la mujer vivió una situación de
inferioridad radical. Es claro que muchas veces -más de las que quisiéramos- en
la Biblia aparecen situaciones de inferioridad de la mujer, de la que
necesariamente se sigue su opresión. Pero en el interior mismo de esa
desigualdad surge el deseo, la exigencia y el camino de la liberación. Es
necesario adentrarnos a fondo en el proceso general de opresión-liberación en
el pueblo hebreo y en la primitiva comunidad cristiana para comprender el
camino bíblico hacia la liberación de la mujer. El evangelio de Juan, se preocupa
principalmente de presentarnos a Jesús como portador de vida (de vida en
abundancia): “He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Juan
10,10).No es posible entonces pensar que la mujer: oprimida y en situación de
inferioridad, quede excluida de esta oferta.
1. La mujer en
el Antiguo Testamento
En
el mundo hebreo, y generalmente en todo el Oriente Medio, la mujer ocupaba una
situación completamente subordinada. Las mujeres estaban excluidas
prácticamente de la vida religiosa, algo tan importante para los hebreos. Ni
siquiera estaban obligadas a observar todos los mandamientos, pues estaban
relegadas en la trilogía mujeres-esclavos-niños, que les dispensaba de
determinadas oraciones importantes. No podían estudiar la Escritura. Enseñar a
sus hijas la Toráh era una pérdida de tiempo. Se pensaba entonces que las
mujeres eran incapaces de recibir una instrucción religiosa.
En
el templo las mujeres no podían colocarse en el mismo sitio que los hombres. Su
patio se encontraba cinco escalones debajo del de los hombres; otro tanto
sucedía en las sinagogas. Las mujeres estaban separadas por completo, a menudo
relegadas a los últimos lugares. Su presencia no contaba, mientras que la de
diez hombres bastaba para la celebración del culto. Los hombres, incluso los
menores de edad, podían leer la ley y los profetas. Las mujeres no gozaban de
semejantes prerrogativas.
Un
rabino no podía dirigir en público la palabra a una mujer. Se decía en el
Talmud que era preciso cada día dar gracias a Dios por tres cosas: "Te doy
gracias por no haberme hecho pagano, por no haberme hecho mujer y por no
haberme hecho ignorante". “Esta exclusión de la mujer se concretaba en
prohibiciones numerosas. No podía hablar en la sinagoga, testificar en un
proceso (salvo en contadísimos casos), ni participar en los banquetes cuando había
invitados”[1].
En
la sociedad patriarcal la mujer dependía, para su subsistencia y también para
definir su identidad, de un hombre. Por eso cuando quedaba viuda, la mujer era
encomendada a su hijo. Es fácil entender entonces el que cuando una mujer no
cuenta con un varón que se encargue de ella, esta se encuentra en total
desamparo, si no es rica como en el caso de Judit. De ahí la exigencia radical
de la ley mosaica de atender a las viudas y los huérfanos. Cuando los profetas
insisten en “no defraudar el derecho de las viudas”, nos están mostrando el
hecho de que una mujer, sin la sombra de un hombre, va a ser fácilmente
sometida a la vejación: “no tiene quién saque la cara por ella” (1 Re, 17,
8-24).
También
hay que entender a la mujer como madre, pues frente a un pueblo con
expectativas de vida bajas: amenazados por las guerras, hambres, peste; pueblos
en los que la mano de obra es indispensable y el recurso humano es escaso, se
necesita pues que las mujeres tengan el máximo de hijos posibles. Como es normal
en esta situación, la bendición de Dios se traduce en la posibilidad de mucha
descendencia. Además los hijos son los que le dan a la mujer poder y en algunos
casos una mejor ubicación social, es decir, la mujer israelita adquiere status
en su descendencia y por ello la infertilidad es maldición de Dios. Desde esta
misma perspectiva se debe entender la alegría de algunas mujeres estériles que
acceden a la “bendición de la maternidad”, por medio de una intervención divina
(1 Sa 1, 1-2,10).
Es
indudable que la historia de la mujer en el Antiguo Testamento está marcada por
una situación de opresión, pues son contados (pero muy significativos) los
casos, en los que a lo largo de la Antigua Alianza, mujeres como Débora y
Ester, a pesar de todas las condiciones de desigualdad, asuman un rol público
de compromiso con el pueblo y con la historia, generando liberación y vida para
ellas y para la colectividad. (Est 4,14-16)
2. Las mujeres
en el Nuevo Testamento
En
la época de Jesús, se podría decir que la situación de la mujer no había
cambiado mucho, pues aún ellas no contaban para nada; debían incluso evitar en
público la compañía masculina. "Las mujeres vivían en lo posible retiradas
de la vida pública; en el templo sólo tenían acceso hasta el patio de las mujeres
y respecto a la obligación de la plegaria estaban equiparadas a los esclavos.
Los evangelios, sin embargo, cualquiera que sea la historicidad de los detalles
biográficos, no tienen reparos en hablar de la relación de Jesús con
determinadas mujeres. Lo cual quiere decir que Jesús se había liberado de la
costumbre que imponía la separación de la mujer. Jesús, en efecto, no muestra
ningún desprecio por las mujeres, sino que las trata con sorprendente
naturalidad: unas mujeres lo acompañan a él y a sus discípulos desde Galilea a
Jerusalén (Mc 15, 40); él mismo siente un afecto personal hacia algunas mujeres
(Lc 10, 38-42; Jn 11); unas mujeres asisten también a su muerte y sepultura (Mc
15,40)”[2]
Es
también corriente, en los últimos años, reconocer que la comunidad de Juan fue
una comunidad en la que jugaron especial papel las mujeres. El texto del
Evangelio de Juan nos da testimonio de una actitud radical de Jesús en favor de
la igualdad y la participación de la mujer (Juan 8, 2-11); en este pasaje con
la orden “El que no tenga pecado que le tire la primera piedra”. (8,7b), Jesús
desmonta toda la tradición y la ley judía sobre el adulterio, tradición y ley
discriminatorias para la mujer. Con esa misma frase condena a los hombres por
su doble moral en asuntos sexuales, doble moral que atraviesa los siglos en
nuestra civilización y que llega hasta hoy. Y con esa misma frase invita a la
mujer a vivir diferente, a caminar en otras relaciones: nuevas, liberadas.
En
el evangelio de San Juan, hay dos mujeres-paradigma, igualmente significativas
para ver en ellas la evolución de liberación que adquiere la mujer a partir de
Jesús; se trata de la Samaritana y María de Magdala. Por motivos de espacio,
centramos la mirada sólo en la primera (Jn 4, 4-42).
Resaltemos
dos detalles: primero, Jesús al iniciar el diálogo con esta mujer de Samaria,
rompe sin más al menos dos tabúes vigentes en su pueblo; los rompe a su manera,
de una forma sencilla, sin estridencias pero sin vacilaciones. Esta ruptura es
fruto claro de una actitud interior que ha madurado en la reflexión y en la
opción: Dirige la palabra a una mujer en público y charla amigablemente con
ella a los ojos de todos, sin que medie para ello ninguna necesidad imperante;
se trata de un diálogo prolongado y distensionado. No olvidemos que la
prohibición de hablar a una mujer en público era tajante, mucho más tratándose
de un maestro y Jesús lo era. La llegada de la mujer a sacar agua del pozo se
convierte para Jesús en una llamada, una interpelación, y a su vez, la actitud
de Jesús se va a convertir en una llamada al pueblo judío para la conversión,
para el encuentro.
El
segundo detalle importante está en el encuentro mismo entre Jesús y la mujer;
no es un encuentro en el que lo que se “resuelva”, sea una enfermedad, una curación,
un perdón, una necesidad cualquiera expresada por la mujer. Se trata por el
contrario de un diálogo teológico. Rompiendo con aquello de que con las mujeres
no se habla en la calle, con las mujeres no se discute la Escritura, no se
discute la Torah, porque ellas son ignorantes. Pues bien, a esta mujer, “excluida”,
rechazada por la ley y por el templo, Jesús la HACE digna de un diálogo
teológico, de una revelación directa.
La
mujer no asume pasivamente un rol “sosegada”, de esperar a que le sea dada la
revelación, la mujer confronta, pregunta, discute. El texto nos presenta el
diálogo entre dos tradiciones, la una representada en un hombre, la otra en una
mujer; ambas tradiciones conscientes de sí, ambas tradiciones racionalizadas,
ambas tradiciones en capacidad de confrontación. No se trata tampoco de una
“dádiva generosa” de Jesús; la mujer con la que Él se encuentra es una mujer
que es capaz de reflexión, de interrogación (la interrogación es la primera
condición indispensable para el conocimiento).
Finalmente
la mujer se convierte en apóstol y da a otro testimonio de Jesús. La samaritana
en el diálogo, en la confrontación, en el encuentro personal con Jesús lo
descubre como profeta, como Mesías, como Liberador y así lo transmite a sus
coterráneos. Ese el punto para ver a la mujer liberada, en igualdad de
condiciones al hombre. Con esa nueva dignidad, las mujeres son manos que se
suman a la tarea evangelizadora. Por ello termino con lo que dice la teóloga
María Dolores:
“Todas
las manos son pocas para arrancar hostilidades e injusticias, para echar fuera
las alimañas devastadoras de ambiciones, prepotencias y dominios, para recoger
con cuidado y agradecimiento los frutos que sembraron las generaciones
anteriores, para plantar cepas nuevas que no den ya agrazones de
discriminaciones y opresión, sino racimos apretados que podamos comer todos,
los del Norte y los del Sur, los del Este y los del Oeste, las distintas razas,
las mujeres y los hombres”[3]
[1]Cf.
Monique Dumais: LAS MUJERES EN LA BIBLIA. Ediciones Paulinas
[2]Hans
Küng:SER CRISTIANO
[3]María
Dolores Alexaindre: MUJERES EN LA HORA UNDÉCIMA, Cuadernos Fe y Secularidad.
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